sábado, 16 de febrero de 2013
DEMOCRATIZAR LA JUSTICIA UNA ASIGNATURA PENDIENTE DE LA DEMOCRACIA
Las democracias más consolidadas del mundo son aquellas en las cuales el Pueblo es el protagonista central y directo en la Administración de Justicia. Nuestra Carta Magna dispuso, con meridiana claridad, el mandato de que todos los juicios, de todas las ramas del derecho, deben terminarse por jurados (CN, 24, 75 inc. 12 y 118). Es el Pueblo (y no la justicia profesional) la que debe decidir las causas judiciales en el marco de un juicio dirigido, eso si, por un juez permanente del Estado.
La deslegitimación y el descrédito en que se halla la justicia argentina no tiene parangón en la historia. Quien se niegue a verlo y asumirlo no quiere ver la realidad. El Pueblo no entiende los fallos de los jueces. No les cree nada. Los pone a todos bajo un manto de sospecha. Y esto la República no lo puede tolerar ya más.
El Poder Judicial es fundamental en una democracia y no podemos darnos el lujo de sostener un sistema con tan baja credibilidad popular.
Solamente este dato incontrastable nos enseña cuanta razón tuvieron los constituyentes al exigir -por tres veces- que los juicios fueran por jurados.
El jurado es, desde hace dos milenios, la forma en que el Pueblo administra directamente la justicia. Su ausencia total en los tribunales ha provocado este divorcio con el Pueblo que ya no puede extenderse más.
Fue durante los cinco siglos de la terrible Inquisición en Europa en que la justicia se volvió íntegramente profesional: designada por el Monarca, ascendida por el Monarca y pagada por el Monarca. Los jurados, el acusado y la víctima -como miembros del pueblo que hasta entonces participaban directamente en el proceso- fueron barridos del sistema judicial.
Hoy, en pleno siglo XXI en la Argentina, todavía hay juristas muy importantes que siguen sosteniendo que la justicia debe "naturalmente" ser administrada por profesionales del derecho. Como si existiera una ontología de la justicia profesional. La Historia enseña que eso es ridículo y que no es verdad. Fue el Pueblo, en todas las experiencias democráticas, quien decidía los pleitos judiciales. Y eso continúa invariable.
Salvo en la Argentina, con las consecuencias que todos conocemos.
Como ya es muy difícil ignorar la triple manda constitucional y se empieza a discutir en serio las leyes de jurados, la resistencia corporativa se centra ahora en impedir que el veredicto del jurado sea íntegramente decidido por jurados populares, como es el modelo de jurado clásico que impulsa la presidenta Cristina Fernández y que se ha instaurado en Neuquén y la provincia de Buenos Aires.
Su objetivo es imponer un modelo mixto (llamado escabinado) para meter dentro del recinto de deliberación a uno, dos, tres o más jueces profesionales. De este modo, el Estado se asegura retener gran parte de la decisión de los hechos (además de la pena).
En Córdoba, que tiene un modelo escabinado (como en Francia, Alemania e Italia), por lo menos los jurados populares son absoluta mayoría frente a los jueces profesionales (8 a 2). Sin embargo, hay quienes sostienen que la exigencia constitucional de jurados podría ser cumplida poniendo dos jurados al lado del tribunal de tres jueces profesionales. Esto es lisa llanamente una burla a los constituyentes y una manera de escamotear el verdadero sentido de la Constitucion al instaurar el modelo de jurado del federalismo norteamericano del siglo XVIII: partir en dos la decisión judicial definitiva sobre una persona. Veredicto para el jurado popular y sentencia para el juez.
Es tan inmenso el poder que tiene un juez al dictar sentencia que debe necesariamente dividirse. Eso es una Democracia: división del poder y desconcentración del poder punitivo. Por eso son doce los jurados y no tres o cuatro. Las democracias más estables del mundo no dejan que el juez profesional intervenga en el veredicto. Y eso es lo que han querido nuestros constituyentes como programa garantista de la administración de justicia.
Las castas judiciales de Europa continental y sus colonias latinoamericanas nunca pudieron digerir que les quitaran ese poder y, por eso, convirtieron al jurado en escabinado y se aseguraron su cuota de poder en la decisión sobre la culpabilidad, con la consecuente pérdida para el imputado de un veredicto exclusivamente de sus pares y ajeno por completo al Estado.
Hasta los propios críticos del jurado en cualquiera de sus formas reconocen que la influencia de los jueces profesionales sobre los escabinos es inmensa y decisiva.
La pregunta entonces es, ¿tanto miedo le tenemos a la democracia que encarna el jurado clásico de doce vecinos? ¿O es un problema de no ceder el poder?
Quienes sostenemos que la mirada de doce miembros del Pueblo es tanto o más sabia que la de cualquier profesional del Derecho, no abrigamos ningún temor, sino todo lo contrario.
Por supuesto que la agenda democratizadora de la justicia no se agota en el jurado. Cierto también es que sólo un universo de juicios se terminan con jurados, como con desprecio señalan los antijuradistas el "fracaso" del jurado en los países donde rige. Esa falacia oculta el dato que dicho porcentaje de juicios representó (nada más que en EEUU) 75.000 juicios por jurados y tres millones de ciudadanos que prestaron servicios como jurados en un solo año (2008). Agreguemos a Inglaterra, Canadá, Puerto Rico, Rusia, Escocia, Irlanda, Gales, Panamá, Nicaragua, El Salvador, etc. y tendremos una idea aproximada de las dimensiones democráticas incontrastables que tiene el jurado en dichas sociedades.
Pero el jurado, además de procesar los hechos más graves, tiene una función democratizante altísimamente simbólica hacia adentro de los sistemas de justicia. Y de allí su importancia crucial en la agenda que nos ocupa.
Ejemplos concretos de la expansión de la participación ciudadana más allá del jurado son Inglaterra y el Perú: dos países tan distintos y, sin embargo, tan parecidos en este aspecto. El 80% de la justicia inglesa está en manos de magistrados populares (los famosos "magistrates"). Son jueces de paz extraídos del pueblo, al igual que los jurados, no cobran, la mitad son mujeres, varios de ellos son jubilados y se desempeñan por periodos juzgando miles y miles de casos de todas las ramas del derecho, incluidos los delitos reprimidos con un año de prisión. Tengamos en cuenta que, gracias al jurado y a sus magistrates, la magistratura inglesa es la más prestigiosa del mundo. La más barata la que menos jueces profesionales tienen y la más democrática, ya que la administración de justicia esta prácticamente en forma íntegra en manos de su pueblo, no del Estado.
En Perú se da un fenómeno similar. Los peruanos tienen 5000 jueces legos funcionando desde hace más de un siglo.
A esto nos referimos con la importancia simbólica del jurado para una agenda de democratización de la justicia. El jurado obliga a las estructuras feudales de jueces a reconvertirse. Obliga a la magistratura profesional a hablar en castellano. Obliga a que haya audiencias y a reformar los procedimientos. Obliga a defensores y fiscales a aprender técnicas de litigación oral en serio. Y, finalmente, nos obliga a que nunca nos olvidemos quién tiene la última palabra en los asuntos de la justicia. Que nadie nos confunda: no es el Estado, a través de sus jueces permanentes. El árbitro último de la decisión sobre la vida y las propiedades de las personas es el Soberano, encarnado directamente en el jurado por orden de nuestra Constitución Nacional.
fuente: Andrés Harfuch
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sábado, 16 de febrero de 2013
DEMOCRATIZAR LA JUSTICIA UNA ASIGNATURA PENDIENTE DE LA DEMOCRACIA
Las democracias más consolidadas del mundo son aquellas en las cuales el Pueblo es el protagonista central y directo en la Administración de Justicia. Nuestra Carta Magna dispuso, con meridiana claridad, el mandato de que todos los juicios, de todas las ramas del derecho, deben terminarse por jurados (CN, 24, 75 inc. 12 y 118). Es el Pueblo (y no la justicia profesional) la que debe decidir las causas judiciales en el marco de un juicio dirigido, eso si, por un juez permanente del Estado.
La deslegitimación y el descrédito en que se halla la justicia argentina no tiene parangón en la historia. Quien se niegue a verlo y asumirlo no quiere ver la realidad. El Pueblo no entiende los fallos de los jueces. No les cree nada. Los pone a todos bajo un manto de sospecha. Y esto la República no lo puede tolerar ya más.
El Poder Judicial es fundamental en una democracia y no podemos darnos el lujo de sostener un sistema con tan baja credibilidad popular.
Solamente este dato incontrastable nos enseña cuanta razón tuvieron los constituyentes al exigir -por tres veces- que los juicios fueran por jurados.
El jurado es, desde hace dos milenios, la forma en que el Pueblo administra directamente la justicia. Su ausencia total en los tribunales ha provocado este divorcio con el Pueblo que ya no puede extenderse más.
Fue durante los cinco siglos de la terrible Inquisición en Europa en que la justicia se volvió íntegramente profesional: designada por el Monarca, ascendida por el Monarca y pagada por el Monarca. Los jurados, el acusado y la víctima -como miembros del pueblo que hasta entonces participaban directamente en el proceso- fueron barridos del sistema judicial.
Hoy, en pleno siglo XXI en la Argentina, todavía hay juristas muy importantes que siguen sosteniendo que la justicia debe "naturalmente" ser administrada por profesionales del derecho. Como si existiera una ontología de la justicia profesional. La Historia enseña que eso es ridículo y que no es verdad. Fue el Pueblo, en todas las experiencias democráticas, quien decidía los pleitos judiciales. Y eso continúa invariable.
Salvo en la Argentina, con las consecuencias que todos conocemos.
Como ya es muy difícil ignorar la triple manda constitucional y se empieza a discutir en serio las leyes de jurados, la resistencia corporativa se centra ahora en impedir que el veredicto del jurado sea íntegramente decidido por jurados populares, como es el modelo de jurado clásico que impulsa la presidenta Cristina Fernández y que se ha instaurado en Neuquén y la provincia de Buenos Aires.
Su objetivo es imponer un modelo mixto (llamado escabinado) para meter dentro del recinto de deliberación a uno, dos, tres o más jueces profesionales. De este modo, el Estado se asegura retener gran parte de la decisión de los hechos (además de la pena).
En Córdoba, que tiene un modelo escabinado (como en Francia, Alemania e Italia), por lo menos los jurados populares son absoluta mayoría frente a los jueces profesionales (8 a 2). Sin embargo, hay quienes sostienen que la exigencia constitucional de jurados podría ser cumplida poniendo dos jurados al lado del tribunal de tres jueces profesionales. Esto es lisa llanamente una burla a los constituyentes y una manera de escamotear el verdadero sentido de la Constitucion al instaurar el modelo de jurado del federalismo norteamericano del siglo XVIII: partir en dos la decisión judicial definitiva sobre una persona. Veredicto para el jurado popular y sentencia para el juez.
Es tan inmenso el poder que tiene un juez al dictar sentencia que debe necesariamente dividirse. Eso es una Democracia: división del poder y desconcentración del poder punitivo. Por eso son doce los jurados y no tres o cuatro. Las democracias más estables del mundo no dejan que el juez profesional intervenga en el veredicto. Y eso es lo que han querido nuestros constituyentes como programa garantista de la administración de justicia.
Las castas judiciales de Europa continental y sus colonias latinoamericanas nunca pudieron digerir que les quitaran ese poder y, por eso, convirtieron al jurado en escabinado y se aseguraron su cuota de poder en la decisión sobre la culpabilidad, con la consecuente pérdida para el imputado de un veredicto exclusivamente de sus pares y ajeno por completo al Estado.
Hasta los propios críticos del jurado en cualquiera de sus formas reconocen que la influencia de los jueces profesionales sobre los escabinos es inmensa y decisiva.
La pregunta entonces es, ¿tanto miedo le tenemos a la democracia que encarna el jurado clásico de doce vecinos? ¿O es un problema de no ceder el poder?
Quienes sostenemos que la mirada de doce miembros del Pueblo es tanto o más sabia que la de cualquier profesional del Derecho, no abrigamos ningún temor, sino todo lo contrario.
Por supuesto que la agenda democratizadora de la justicia no se agota en el jurado. Cierto también es que sólo un universo de juicios se terminan con jurados, como con desprecio señalan los antijuradistas el "fracaso" del jurado en los países donde rige. Esa falacia oculta el dato que dicho porcentaje de juicios representó (nada más que en EEUU) 75.000 juicios por jurados y tres millones de ciudadanos que prestaron servicios como jurados en un solo año (2008). Agreguemos a Inglaterra, Canadá, Puerto Rico, Rusia, Escocia, Irlanda, Gales, Panamá, Nicaragua, El Salvador, etc. y tendremos una idea aproximada de las dimensiones democráticas incontrastables que tiene el jurado en dichas sociedades.
Pero el jurado, además de procesar los hechos más graves, tiene una función democratizante altísimamente simbólica hacia adentro de los sistemas de justicia. Y de allí su importancia crucial en la agenda que nos ocupa.
Ejemplos concretos de la expansión de la participación ciudadana más allá del jurado son Inglaterra y el Perú: dos países tan distintos y, sin embargo, tan parecidos en este aspecto. El 80% de la justicia inglesa está en manos de magistrados populares (los famosos "magistrates"). Son jueces de paz extraídos del pueblo, al igual que los jurados, no cobran, la mitad son mujeres, varios de ellos son jubilados y se desempeñan por periodos juzgando miles y miles de casos de todas las ramas del derecho, incluidos los delitos reprimidos con un año de prisión. Tengamos en cuenta que, gracias al jurado y a sus magistrates, la magistratura inglesa es la más prestigiosa del mundo. La más barata la que menos jueces profesionales tienen y la más democrática, ya que la administración de justicia esta prácticamente en forma íntegra en manos de su pueblo, no del Estado.
En Perú se da un fenómeno similar. Los peruanos tienen 5000 jueces legos funcionando desde hace más de un siglo.
A esto nos referimos con la importancia simbólica del jurado para una agenda de democratización de la justicia. El jurado obliga a las estructuras feudales de jueces a reconvertirse. Obliga a la magistratura profesional a hablar en castellano. Obliga a que haya audiencias y a reformar los procedimientos. Obliga a defensores y fiscales a aprender técnicas de litigación oral en serio. Y, finalmente, nos obliga a que nunca nos olvidemos quién tiene la última palabra en los asuntos de la justicia. Que nadie nos confunda: no es el Estado, a través de sus jueces permanentes. El árbitro último de la decisión sobre la vida y las propiedades de las personas es el Soberano, encarnado directamente en el jurado por orden de nuestra Constitución Nacional.
fuente: Andrés Harfuch
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